La conocí lluvias atrás, con la mirada escondida tras el cabello, casi siempre. Con la sonrisa discreta y la mirada sincera, transparente, casi como la carcasa de un milagro. Era bella, no como modelo de revista, sino como el rocío de la mañana, como la tertulia del trino de las aves con la calma. Tarareaba siempre la misma canción, se escuchaba linda en su voz, pero no se comprendía lo que aquel canto decía, me bastaba el tono hermoso de su temperamento y la amalgama de ascuas que se sentían en la piel, cuando su falsete, entre dientes, aparecía. Nunca cedió un beso, nunca nadie lo pidió, o lo robó, no sonreía totalmente, su sonrisa era finita, su sonrisa empezaba en arco y terminaba en neutralidad, me llenaba de curiosidad asomarme a la ventana de sus secretos, de sus ideas, me atormentaba no comprender, era un enigma, como yo, era un pasadizo secreto hacia un viaje interior, que llamó desde el inicio mi atención. Secaba con paciencia la lágrima que se le escapaba siempre a media mañana, leía mis versos, criticaba mis sueños, me atenía a los peligros de la vida y yo le agradecía, había descubierto, entonces, el camino a seguir si no quería aburrirme. Colapsaba de nervios ante la presión, ella no era la roca que contenía a las olas, era como un grillo en alta mar…
Una vez me preguntó, que cuál había sido el momento más doloroso de mi vida y yo fui fiel a la verdad, le conté que era sobrino de tío suicida, que no existía un momento más doloroso, que el momento de querer reprochar a quien se había escapado ya. Asintió como entendiéndome, yo me acerqué y explorando con las yemas de mis dedos la herida en su mejilla, pregunté por su momento más triste y no hubo respuesta alguna, me abrazó como antes nadie me había abrazado, ya sabes, con un caluroso y cómodo sentimiento de haberme atrapado con demasiada facilidad. Me conmovió mientras con su voz me nombraba interesante y único, pero no como lo hace todo mundo, por condescender con lo incondensable, sino creyéndolo realmente, haciéndome guardar silencio por un rato.
Compartimos secretos y baldosas durante dos años, me tomaba del brazo sin afanes, me abrazaba sin temor al casanova que me habita, domó los instintos de mi intranquilidad y era bella, muy bella. Pasaron los meses y los frutos de temporada por el mercado, cada vez se veía más triste pero lo disimulaba para que yo no lo notara, me tomaba de las manos y me pedía perdón de antemano por si un día desaparecía, así como desaparece la elegancia al doceavo Sauvignon. Me sonreía incompleta, sabía que su alma se estaba desgarrando a pedazos, pero que una mínima parte indestructible la había reservado, con anticipación, para mi recuerdo.
Me contó los horrores de su vida, cerré los ojos y suspiré la tristeza de mi pecho, me enseñó el significado de la palabra dolor y de una especie de mar que te arrastra hacia su profundidad y que se desborda en lágrimas. Lloró con toda la rabia, con toda la pena, se mostró real, incompleta, adolorida y desangrada, pensé que iba a morirse allí mismo entre mis brazos que la abrazaban, pero no fue así, en lugar de eso se sostuvo en puntas de pie y se colgó con sus brazos rodeando mi cuello, y me besó, con un beso dulce de gratitud y complicidad, e hizo de lo finito infinito en un momento que duró tan poco… Le tenía miedo a la orquídea, yo le quise convidar mi tiempo e invitarle a almorzar, pero no hubo más tiempo, se tenía que ir, le regalé un empaque de arándanos deshidratados para que nunca se olvidara de mí y antes de que se fuera, como imaginarás, le pedí que me cantara esa canción que siempre tarareaba entre el alma y los dientes…
«Je serai toujours,
Je pleure toujours,
Je recherche un baiser d’amour,
Je vais bientôt mourir et je ne le ferai pas»
Ella tenía miedo, yo arándanos y por vez primera, frente a mí, su sonrisa infinita, la que espero conserve donde sea que hoy cante su canción.
© Copyright – Messieral | Luis Eduardo – Historias en Ascuas
Ciudad de Guatemala 07/02/2016
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