Es oportuno recordar
que no hace mucho tiempo
creí que no volvería a caminar,
que ya he sentido el dolor físico
más inmenso del mundo,
y que tampoco me quise quejar.
Y nadie se enteró de la desgracia enorme
de la depresión que me consumía;
que me arrebataba el valor
que ostento, con peculiar maestría.
Que lloré las lágrimas más ardientes
cuando el ego desapareció
y dejé de tener miedo a la muerte;
y comencé a temer a una vida ordinaria
en la que inmóvil no sería capaz
de salvar a los míos,
ni a mí mismo de lo peor.
Y nadie se enteró de la desgracia enorme
de la depresión que me instruía,
que me arrebataba el honor y la vida.
Malditas vacunas sensacionalistas,
de pruebas engullidas
por la premura del negocio y la mentira.
Maldito el cáncer que me arrebató a mi abuela,
pero sagrados aquellos momentos
en los que mi mente,
al ser incapaz de soportar tanta tortura,
me hacía perder la conciencia
y la traía de vuelta,
me abrazaba y la veía.
Y nadie se enteró de la desdicha enorme
de la depresión que me mordía
y desgarraba por dentro;
hasta hacerme parte
de la misma caída del mundo,
de los corazones y toda América Latina.
—Messieral
MercyVille Crest, 9 de diciembre de 2,024




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