Me acerqué a ti con la precisión del verdugo,
descifrando en tus ojos un enigma desolado;
no eras el tipo de musa que se inmortaliza en versos dulces,
eras un lienzo roto, una ruina esperando a ser reconstruida.
Tus palabras eran agujas hilvanando un velo de dudas,
y aun así, mi hambre de ti era insaciable;
conquistarte fue un arte de sombras y rabia,
enumerando los secretos que escondías tras cada fracaso.
A la distancia, tejí promesas en la penumbra,
mientras tus pasos erráticos desdibujaban nuestro rastro…
Cada desplante tuyo era un filo rasgando mis días
y el castigo se aproximó sin anuncio ni ceremonia.
Vagué por otras pieles que no llevaban tu nombre,
mientras tú te desangrabas en los silencios que irradié;
te observé desde lejos, rota y anhelante,
supe, así, que mi ausencia era un puñal hundido en tu pecho.
Cuando volví, no era el salvador que necesitabas,
sino el juez que rasgó las dudas de tus labios;
porque amar no es un acto blando ni carente de sangre,
es una guerra donde ambos se destruyen para renacer.
Entre castigos y redenciones, desnudé tu esencia,
no para poseerla, sino para devolverla a su verdad.
Eras más que todos tus errores; eras la tempestad que merecía.
Y yo, la alabanza que aprendió a cantar con las tormentas.
Así, entre ruinas y pasiones, sellamos el pacto:
no somos perfectos, pero somos necesarios.
Tu piel, marcada por mis ausencias, aprendió a arder,
a mi voluntad y con la necesidad de un alma sumergida en su sed.
Mi calma, renacida entre sus glorias, eligió quedarse.
—Messieral
MercyVille Crest, 13 de diciembre de 2,024




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