El recuerdo de los lugares que en mi infancia me hicieron realmente feliz, tan pocos pero tan especiales; en los que aprendí a ejercer la sordidez voluntaria: insoportable para el grito o el golpe que más que herir la carne, buscaba amedrentar al alma. Como si se tratase de una fiera indomable en un redil agenciado por el odio antinatural de una mano que debió ejercer como protectora.
Perder el miedo a la herida, a la soledad, al insulto, a la crítica y a la mala suerte. Comprender como necesaria la huida hacia mundos imaginarios cuando la realidad se hacía cada vez más insoportable.
Frente a mí el mar, en las caras de quienes desde un escenario me han visto cantar; sus energías, su atención. Frente a mí una hoguera, en los ojos de quienes atienden mis palabras, venciendo al invierno del desconocimiento del universo que me habita y me desborda como a nadie. Como a nadie que haya conocido jamás.
Perder el miedo a la vida, a la muerte, al suicidio, a la asfixia repentina y a las malas artes. A lo oculto y a despertar en medio de tanta oscuridad; despertar, cerrar los ojos y encontrar que la salida es hacia adentro; siempre hacia adentro, por quienes amo y por mí mismo… Por la gran oportunidad que significa avanzar en el camino sin un rumbo definitivo.
Frente a mí el mar; frente a mí una hoguera cálida y radiante.
—Messieral
MercyVille Crest. Miércoles 9 de junio de 2,025.




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