Tu sombra danza con la mía
en un roce invisible que incendia el aire.
Bailamos donde nadie nos ve,
donde la oscuridad es testigo y cómplice.
Cada giro en la penumbra dibuja un instante,
un instante que no podemos poseer
pero que nos reclama.
Lo prohibido no pide permiso,
adorna nuestras vidas con la amargura exquisita
del amor imposible.
Se renueva cada vez que te entregas
a mi dominio y sonríes con la belleza de una súplica:
«Que no acabe».
Al volver a la vida,
desaparezcamos del mundo
y amémonos a solas,
como se aman dos milagros moribundos.
—Messieral
MercyVille Crest, 26 de noviembre de 2,024
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